Segunda entrega de Muerte de un poeta.
Suena el cerrojo de la puerta. Inmediatamente se pone de pie. Tiene miedo. Mucho miedo. No quiere pensar, pero lo hace. Sabe, por lo que ha oído, por lo que le han dicho, que le tienen ganas. Un militar se asomó a su celda del gobierno civil y, sonriendo, pronunció un “que se lo lleven en el próximo camión” que no le gustó nada. No sirvió de mucho que preguntara a dónde iban a llevarle. Un simple “cállate, maricón”, bastó para comprender que era absurdo querer averiguar.
Se abre la puerta de la celda y un chaval de camisa azul, cara sucia y mosquetón brillante, de no más de 18 años, se queda entre las jambas. Lleva el fusil al hombro. Le mira como el que observa a un bicho raro. El preso no se atreve a decir nada. Está sucio, sabe que nadie conoce su paradero, no ha podido hablar con nadie de los suyos, intuye el fin, pero se agarra a la última esperanza, no quiere morir.
El soldado le pregunta: -usted es el poeta, ¿verdad?-. Eran las primeras palabras amables en tanto tiempo, tanto que no pudo evitar que se le escapara una sonrisa nerviosa en su respuesta.
–Sí. Soy un poeta, asustado, pero poeta-. Comprende que su interlocutor no es exactamente igual que los que ha tenido hasta ahora. Hasta ese momento nadie le llamó por su nombre sino “maricón” y las culatas habían caído con más frecuencia de la deseada sobre su espalda.
-¿Qué hago aquí? ¿Qué me va a pasar? – rogó el poeta.
- Le vamos a dar café- Respondió el soldado que había entrado en la celda y se le acercaba con un pitillo en las manos que le ofrecía con rudeza.
“Café. Me van a dar café”, se repite sin cesar. “No quiero café”, quería gritar. Sólo quiere salir de allí, volver a su casa, irse a Madrid, a Argentina, a la esquina opuesta de aquel mundo en el que cayó como si de una brizna de pan se colara por un sumidero, en mitad del remolino de agua que provoca un tapón que descubre la salida. Rechazando el tabaco y con los ojos llenos de lágrimas mira al soldado, que se enciende el cigarro con una parsimonia casi mística con un extraño encendedor de yesca, le dice: -No quiero morir. Me da miedo la muerte. Me queda tanta vida dentro de mi pecho que no quiero que se esparza por entre los olivos secos que he visto en la carretera y que la tierra quede yerma por el calor de mi sangre-.
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Hace 1 hora
5 comentarios:
Bien llevado y muy oportuno el comentario. Un saludo, Bomarzo.
Salud, querido Bomarzo.
Tu texto me ha emocionado. Estos son días fríos en inhóspitos en tu Granada, en su Granada también.
Las geografías del miedo siguen intactas a pesar del tiempo y del olvido. Tierra roja, olivos, huertas, nubes que presenciaron despedidas.
Me ha emocionado, sí. No quisiera que el texto tuviera un punto y final, aunque estremece la certeza de que sí, que está escrito que debe tenerlo.
Un abrazo.
Lloro... sabes? es lo único que puedo hacer...
Tristes besos Nazaríes... y JA... deja que haga mías tus palabras, las justas y necesarias.
Este texto es de los que sin duda, no se olvidan. Magnífico.
Claro
Gallego, me alegra verte por aquí.
Juan Antonio, espero que a pesar de lo previsible te siga emocionando.
Lia, me sonrojas.
Claro, me dejas sin palabras.
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