martes, 18 de noviembre de 2008

Chamartín

Salgo de un vagón del Metro y busco mi siguiente destino que no es otro que la estación de Chamartín. Es la primera vez que viajo en tren. Las anteriores experiencias -una por edad, otras por trayecto- no merecen la pena ser contadas. Mi destino es Alicante.

En Chamartín las indicaciones señalan que mi meta está en un plano superior. Con mi petate al hombro tomo el primer tramo de escaleras mecánicas. Subidos dos un sonido me descubre que acabo de pasar por una nueva estación donde un Metro se ha detenido. La altura me deja ver que lo que voy dejando atrás -abajo- son planos superpuestos en el subsuelo de distintas pltaformas de trnasporte que convierten a Chamartín en un gran hormiguero al que van a parar un sinfín de túneles. Mis provincianos ojos no pueden salir de su perpleja pequeñez, acostumbrados a discusiones eternas sobre si es posible soterrar o no una estación o desvíar un río a la izquierda o a la derecha.

Una enorme pantalla azul y un efecto mátrix me confunden y me hacen dudar sobre mi presencia un mundo real. Ojalá apareciera Trinity. Me ayudaría a entender.

Soy un enano, un Paco Martínez Soria, un cateto a babor que presume de cosmopolita y que se emborracha al ver una estación intermodal. Presunción de cosmopolitismo sin base pues no he pisado más de cinco países, incluída Andorra y que además no sabe ni montar en tren.

Entre el inframundo y la luz del sol ando unos pocos metros bajo un soportal en Plaza Castilla y aparecen, colosales, las cuatro torres que han redefinido el perfil de este Madrid único.

Pasa el tiempo entre llamadas a tres que salen y bocadillos apresurados. Entro en el anden 15. Busco mi vagón -coche lo define la joven azafata- en clase turista. Puntual arranca el ferrocarril, con escaso ruido y algo de movimiento, restando romanticismo a la idílica imagen ferroviaria que nos ha regalado el cine que, con independencia de la época, siempre ha añadido un característico y rutinario sonido al tren, tan ridículo como el movimiento exagerado de de un volante de coche de esas viejas películas en blanco y negro.

Los primeros metros son de puentes de tendido eléctrico, raíles, vías, piedras enormes que esconden vías, guardarraíles y esas cuatro torres de acero y cristal, enormes, escondidas poco a poco por el viejo Madrid y que desaparecen en un túnel del que parece no existir salida más allá, en el punto exacto en el que el olor del monóxido de carbono se mute por el del sol mediterráneo. Con la imagen de ese MAdrid que me dice "no tardes", empiezo el viaje y abro mi libro.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

He entrado todos los días (salvo el finde). Me entretiene y me divierte tu visión de las cosas.
Aún te queda mucho en Madrid, Neo.

Jesús Lens dijo...

Viajar en tren tiene una magia especial. Este verano recorrí los Balcanes en dicho medio de transporte y resulta muy gratificante.

Anónimo dijo...

A mí me gusta mucho viajar en tren. Mis últimos viajes en este medio han sido con mis hijos y han cobrado un tinte muy especial.

Muy buen post. Al principio te imaginaba como Paco Martínez Soria y luego descubro que tb lo citas.

Da gusto subirse al tren de tus escritos.

Claro

María Martín Calvo dijo...

El tren, sin lugar a dudas es el medio de transporte más "romántico" que existe. Esa libertad, seguridad y... no se... visión del paisaje que pasa es precioso...

Bo, cuentas muy bien...

Anónimo dijo...

Inevitablemente, viajar en tren me lleva a pensar en Antonio Machado.
Abrazos alicantinos.
Rigoletto

Bomarzo dijo...

Bienvenida, Noelia. Un honor, compañera.
Debió ser una experiencia, sin duda, Jesús.
Claro, soy lo más parecido al maño.
Lía, serán los ojos con que lees.
Rigo, gran evocación. Sin duda.

Anónimo dijo...

Con lo que me gusta a mí viajar en tren y al leer tu relato me ha evocado mis viajes. El tren es donde mejor puedo abstraerme en mis pensamientos.

Muy bonito Bomarzo.